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domingo, 17 de junio de 2018

Me arrepiento


 Me arrepiento
Mi nombre es Marcus, tengo dieciocho años. Mi abuelo, Simón, de ochenta y dos vive con nosotros desde hace tres años, y me ha contado miles de veces que había sido militar a la misma edad que yo. Pero nunca me contó la parte de la historia que me relató esta mañana. Cuando lo vi solo en su habitación al lado de la ventana, al preguntarle si estaba todo en orden me contestó que sí, pero supe que no era verdad, porque al mirarme una lágrima se le cayó y rozó su mejilla.
Me dijo que nunca me había contado la historia completa, solo las partes buenas, en la que él había sido un héroe. Pero después de muchos años, se había dado cuenta que jamás lo había sido. “Hice muchas cosas injustas a personas inocentes, que no lo merecían”, sollozó. Lo abracé fuerte y dejé que comenzara a hablar:
Todo comenzó una mañana de viernes temprano, yo estaba en mi habitación cuando llamaron a la puerta. Mi padre atendió y lo hizo pasar. Supe que era un hombre por su voz. “Ahí le digo que baje, espere un momento” escuché a mi padre decir.
Me vestí formal y bajé. Allí estaba él, vestido de militar. “Él es Simón, mi hijo” me presentó mi padre, me explicó que este “buen hombre” requería de mi servicio, que sería de utilidad para mi Nación. Con esas palabras logró convencer a mi padre de que vaya.
Recuerdo que salí un lunes a las 6 de la mañana. Viajé en tren, conmigo iban muchos hombres como yo, allí estaba Frank, un chico de mi edad, me acerqué a hablarle, pues ambos estábamos solos. Le pregunté si sabía a dónde nos dirigíamos, me dijo que no sabía bien, pero que nuestro trabajo sería dirigir y organizar, pero nunca supimos la peor parte.
Llegamos, el lugar era árido, seco, se notaba muy gris, para nada feliz. Había varios galpones allí, el sector  estaba perimetrado con alambres de púa y protegido por guardias. Nos esperaba allí el mismo hombre que fue a mi casa aquella mañana, llevaba puesto un traje militar diferente al de los demás, de un cargo más elevado. Nos dio un discurso de lo importante que era estar ahí, para brindar honor a mi país, bastante similar al que le dijo a mi padre.
Nos guió hacia un lugar para luego explicarnos nuestro trabajo. En el camino vi a muchos hombres concentrados en su trabajo, pero lo que más llamó mi atención fue que todos llevaban puestos en el brazo una banda con el símbolo nazi, la Esvástica.
Llegamos a un lugar, donde este hombre nos  repartió trajes militares a todos y nos ordenó que nos lo pusiéramos, que daríamos un recorrido.
En él nos dijo la tarea que iba a realizar  cada uno. A mí me tocaba vigilar de noche esos galpones que vi al llegar. Empecé esa misma noche, era un lugar bastante pequeño para la gran cantidad de personas que dormían ahí. Comencé a pasear mientras vigilaba y vi la cruda realidad, eran como cuatro personas durmiendo en una misma cama, lamentablemente se veían mal, demasiado flacos, tristes. No podía hablares o mirarlos a los ojos, solo daba órdenes y vigilaba; pero de vez en cuando, sin que nadie se diera cuenta, los observaba, llevaban consigo un rostro lleno de tristeza.
En una oportunidad, oí que uno de ellos había sido asesinado de una manera muy cruel pero nada importaba porque la muerte se naturalizaba aquel nefasto lugar.
Una noche común y corriente, algunos judíos empezaron a entrar a una de las habitaciones. Mientras ingresaban vi  a un hombre llorar, en ese momento no dije nada, pero supuse que algo le había ocurrido. Un momento después de que apagaran las luces me acerqué a él, sabía que mi vida corría peligro, porque por más que no fuera judío, si se intentaba ayudar uno también se era ejecutado.
Supe que estaba despierto porque pude oír el sonido de su llanto. Al verme se asustó, comenzó a suplicar por su vida y a pedir perdón , le dije que haga silencio y le pregunté el motivo por el cual estaba llorando, a lo que me respondió que hacía solo un instante se había enterado que habían asesinado a su esposa y probablemente a su hijo. En ese momento sentí que mis pulsaciones aumentaban cada vez más. Lo tranquilicé, le  pregunté su nombre, era Otto, le prometí que todo iba a estar bien.
Pasamos varias noches conversando, Otto me contaba sus preocupaciones y yo las mías. Nos hicimos amigos; ambos necesitábamos uno.
Pero llegó ese día. Fue un miércoles a la tarde, cuando llamaron a tres judíos, entre ellos Otto, les ordenaron que salieran de la habitación. Allí fuimos tres militares también. Odiaba esa palabra y fue en ese momento en el que me di cuenta que estaba mal lo que estaba haciendo, que esas personas no lo merecían; pero lo peor era que no podía oponerme, si no moriría yo también.
Afuera, además de los judíos estaba yo, Frank y nuestro jefe. Este les ordenó que se pusieran uno al lado del otro, arrodillados; luego agarró un arma y mató al primero, le pasó el arma a Frank y lo obligó matar al segundo. Yo no lograba entender cómo una persona podía asesinar a otra, inocente, sin remordimiento, sin arrepentimiento ni rencor. Luego el arma llegó a mí y como era sabido me tocaba ejecutar a mi amigo, Otto.
Tomé el arma, mis manos empezaron a sudar, mis pulsaciones aumentaron, podía sentir que mi corazón latía fuerte. Estaba por matar al único amigo que me quedaba, Otto se había convertido en un hermano para mí. En ese momento no pude mirarlo a los ojos, pero noté que él ya sabía su destino. Mi jefe me apuró, junté todas mis fuerzas, apunté hacia Otto, cerré los ojos y apreté el gatillo. Esperé que todos se fueran y me quedé junto a Otto llorando, pidiendo que me perdonara. Me arrepentí en ese momento, de haber cometido ese crimen, como me arrepiento hoy y cómo lo haré hasta el día en que muera. Tuve la oportunidad de oponerme pero fui demasiado cobarde.
Cuando mi abuelo terminó su relato ciento de lágrimas cubrían su rostro, lo abracé, le tomé sus manos para que sintiera mi amor, pude ver la tristeza en sus ojos.
Otto siempre formará parte de la vida de mi abuelo, y desde aquella mañana también de la mía.

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