Me arrepiento
Mi nombre es Marcus, tengo dieciocho años. Mi abuelo, Simón,
de ochenta y dos vive con nosotros desde hace tres años, y me ha contado miles
de veces que había sido militar a la misma edad que yo. Pero nunca me contó la
parte de la historia que me relató esta mañana. Cuando lo vi solo en su
habitación al lado de la ventana, al preguntarle si estaba todo en orden me
contestó que sí, pero supe que no era verdad, porque al mirarme una lágrima se
le cayó y rozó su mejilla.
Me dijo que nunca me había contado la historia completa,
solo las partes buenas, en la que él había sido un héroe. Pero después de
muchos años, se había dado cuenta que jamás lo había sido. “Hice muchas cosas
injustas a personas inocentes, que no lo merecían”, sollozó. Lo abracé fuerte y
dejé que comenzara a hablar:
Todo comenzó una mañana de viernes temprano, yo estaba en mi
habitación cuando llamaron a la puerta. Mi padre atendió y lo hizo pasar. Supe
que era un hombre por su voz. “Ahí le digo que baje, espere un momento” escuché
a mi padre decir.
Me vestí formal y bajé. Allí estaba él, vestido de militar.
“Él es Simón, mi hijo” me presentó mi padre, me explicó que este “buen hombre”
requería de mi servicio, que sería de utilidad para mi Nación. Con esas
palabras logró convencer a mi padre de que vaya.
Recuerdo que salí un lunes a las 6 de la mañana. Viajé en
tren, conmigo iban muchos hombres como yo, allí estaba Frank, un chico de mi
edad, me acerqué a hablarle, pues ambos estábamos solos. Le pregunté si sabía a
dónde nos dirigíamos, me dijo que no sabía bien, pero que nuestro trabajo sería
dirigir y organizar, pero nunca supimos la peor parte.
Llegamos, el lugar era árido, seco, se notaba muy gris, para
nada feliz. Había varios galpones allí, el sector estaba perimetrado con alambres de púa y protegido
por guardias. Nos esperaba allí el mismo hombre que fue a mi casa aquella
mañana, llevaba puesto un traje militar diferente al de los demás, de un cargo
más elevado. Nos dio un discurso de lo importante que era estar ahí, para
brindar honor a mi país, bastante similar al que le dijo a mi padre.
Nos guió hacia un lugar para luego explicarnos nuestro
trabajo. En el camino vi a muchos hombres concentrados en su trabajo, pero lo
que más llamó mi atención fue que todos llevaban puestos en el brazo una banda
con el símbolo nazi, la Esvástica.
Llegamos a un lugar, donde este hombre nos repartió trajes militares a todos y nos
ordenó que nos lo pusiéramos, que daríamos un recorrido.
En él nos dijo la tarea que iba a realizar cada uno. A mí
me tocaba vigilar de noche esos galpones que vi al llegar. Empecé esa misma
noche, era un lugar bastante pequeño para la gran cantidad de personas que
dormían ahí. Comencé a pasear mientras vigilaba y vi la cruda realidad, eran
como cuatro personas durmiendo en una misma cama, lamentablemente se veían mal,
demasiado flacos, tristes. No podía hablares o mirarlos a los ojos, solo daba
órdenes y vigilaba; pero de vez en cuando, sin que nadie se diera cuenta, los
observaba, llevaban consigo un rostro lleno de tristeza.
En una oportunidad, oí que uno de ellos había sido asesinado
de una manera muy cruel pero nada importaba porque la muerte se naturalizaba
aquel nefasto lugar.
Una noche común y corriente, algunos judíos empezaron a
entrar a una de las habitaciones. Mientras ingresaban
vi a un hombre llorar, en ese
momento no dije nada, pero supuse que algo le había ocurrido. Un momento
después de que apagaran las luces me acerqué a él, sabía que mi vida corría
peligro, porque por más que no fuera judío, si se intentaba ayudar uno también
se era ejecutado.
Supe que estaba despierto porque pude oír el sonido de su
llanto. Al verme se asustó, comenzó a suplicar por su vida y a pedir perdón ,
le dije que haga silencio y le pregunté el motivo por el cual estaba llorando,
a lo que me respondió que hacía solo un instante se había enterado que habían
asesinado a su esposa y probablemente a su hijo. En ese momento sentí que mis
pulsaciones aumentaban cada vez más. Lo tranquilicé, le
pregunté su nombre, era Otto, le
prometí que todo iba a estar bien.
Pasamos varias noches conversando, Otto me contaba sus
preocupaciones y yo las mías. Nos hicimos amigos; ambos necesitábamos uno.
Pero llegó ese día. Fue un miércoles a la tarde, cuando
llamaron a tres judíos, entre ellos Otto, les ordenaron que salieran de la
habitación. Allí fuimos tres militares también. Odiaba esa palabra y fue en ese
momento en el que me di cuenta que estaba mal lo que estaba haciendo, que esas
personas no lo merecían; pero lo peor era que no podía oponerme, si no moriría
yo también.
Afuera, además de los judíos estaba yo, Frank y nuestro
jefe. Este les ordenó que se pusieran uno al lado del otro, arrodillados; luego
agarró un arma y mató al primero, le pasó el arma a Frank y lo obligó matar al
segundo. Yo no lograba entender cómo una persona podía asesinar a otra,
inocente, sin remordimiento, sin arrepentimiento ni rencor. Luego el arma llegó
a mí y como era sabido me tocaba ejecutar a mi amigo, Otto.
Tomé el arma, mis manos empezaron a sudar, mis pulsaciones
aumentaron, podía sentir que mi corazón latía fuerte. Estaba por matar al único
amigo que me quedaba, Otto se había convertido en un hermano para mí. En ese
momento no pude mirarlo a los ojos, pero noté que él ya sabía su destino. Mi
jefe me apuró, junté todas mis fuerzas, apunté hacia Otto, cerré los ojos y
apreté el gatillo. Esperé que todos se fueran y me quedé junto a Otto llorando,
pidiendo que me perdonara. Me arrepentí en ese momento, de haber cometido ese
crimen, como me arrepiento hoy y cómo lo haré hasta el día en que muera. Tuve
la oportunidad de oponerme pero fui demasiado cobarde.
Cuando mi abuelo terminó su relato ciento de lágrimas
cubrían su rostro, lo abracé, le tomé sus manos para que sintiera mi amor, pude
ver la tristeza en sus ojos.
Otto siempre formará parte de la vida de mi abuelo, y desde
aquella mañana también de la mía.